Y nos solo vemos el árbol que tenemos delante.
Hace un par de semanas me enzarcé en una larga discusión con un amigo agnóstico. Él resumía su crítica principal contra el cristianismo –o, más concretamente, el catolicismo– en que “la religión abusa de normas y mandamientos”, y concluía que podía entender la fe en un Dios, pero no en los artificios de un grupo de hombres a los que siempre guían intereses y egoísmos varios.
No estaba dispuesto a aceptar las proclamas de unos hombres que se dicen ministros de Dios y que viven predicando cómo debemos comportarnos todos los seres humanos, cuando resulta que luego ellos son los primeros incumplidores.
No era nuevo ni trivial aquel argumento, y la discusión fue eso, una discusión en el mejor sentido de la palabra: procuré aceptar su postura, cuyo principal argumento ciertamente tenía una validez lógica, pero quise complementarla con una explicación más amplia de la esencia del catolicismo. Porque opino que resulta enormemente injusto y superficial resumir nuestra fe en un puñado de deberes y responsabilidades, aunque a menudo sólo brillen los preceptos. No sólo es algo más que eso, sino que es “sobre todo,
mucho más que eso”.
El cristianismo, en su esencia más pura, es un camino de amor y misericordia. Jesucristo nos enseñó con sus palabras y acciones que el amor es la fuerza transformadora que puede cambiar el mundo. La ley divina, lejos de ser una carga pesada, se convierte en una guía caritativa que nos orienta hacia una vida de plenitud y significado. La famosa frase de San Agustín “Ama y haz lo que quieras”, manipulada en un sinfín de ocasiones,
apunta a que el corazón del cristianismo no radica en un cumplimiento anodino o mundano de reglas, sino en el amor radical que emana de una relación íntima y personal con Dios. Mientras reflexiono aún en las palabras de mi amigo, también me recuerdo a mí mismo y a otros cristianos que nuestra fe sobrepasa las normas y las limitaciones propias de cualquier derecho positivo. Es un llamado claro, tangible y sincero a servir a los demás, reflejando así el amor mismo de Dios por toda la creación. Hacer énfasis en esto ayuda a dar un relieve distinto a nuestro día a día. Podemos entender nuestra fe, pues, como una invitación a elevar nuestra mirada más allá de las preocupaciones terrenales y a encontrar consuelo en la certeza de la presencia amorosa de Dios en nuestras vidas. En lugar de estar constantemente consumidos por la ansiedad y el ensimismamiento, somos llamados a confiar en la providencia divina y a depositar nuestras inquietudes en las manos de Aquel que siempre está ahí. Ello, además, trae como consecuencia una paz y una alegría difíciles definir, pero que son sin duda más duraderas y auténticas que cualquier capricho que la sociedad del consumo nos pueda ofrecer.