Tener unas pautas que se contemplan en la familia, facilita la posibilidad de reflexionar, lo que da cabida al diálogo, a coordinar intereses, a manifestar ideas, temores, sentimientos… a atender, empatizar y poder ayudar a cada hija, a cada hijo.
Cuando llegue la adolescencia, esas normas podrán convertirse en un objetivo que tendrán
para revelarse contra ellas. Pero tener normas desde muy niños, permite que haya una lucha contra los caprichos, apetencias, desganas… y eso, desemboca en la conquista de una autonomía responsable que les ayudará en construir y afrontar sus vidas con criterio. Por contra, la falta de lucha por adquirir la fortaleza genera personalidades frágiles e inseguras que se aferran al salvavidas de la dominación o de la huida.
No hay autonomía sin dependencia. Es un error considerar la autonomía personal como capacidad de desprenderse de una relación. No significa ausencia de compromisos, sino elección de los propios compromisos (liberaciones y obligaciones) y la capacidad de saberlos gestionar estableciendo sinergias y cooperación.
Y esa cooperación se aprende a través del servicio que se presta asumiendo un encargo en casa.
Por ejemplo: ayudar a una hermana/hermano en el estudio; poner y recoger la mesa; mantener ordenada la habitación; respetar los horarios comunes en casa; vencer la pereza no dejando “para luego” el encargo que se tiene; etc.
Para terminar. No es necesario saberlo todo antes de empezar a vivirlo, pues aprendemos a caminar caminando y a vivir viviendo. Para que los hijos aprendan a afrontar la vida, hay que enseñarles el sentido de la misma porque hoy priman los sentidos parciales, subjetivos y por eso reina el sinsentido. Y tener presente lo siguiente: si vuestros hijos caminan por el suelo de unos valores bien asentados y que tienen sentido, será difícil que lleguen a perder el norte.