Los rayos del sol se posaban con prodigalidad sobre el poblado, haciendo que sus rústicas casitas parecieran hechas de oro. Las aguas del río corrían ligeras, al balanceo del cántico de los pajaritos. Los árboles y jardines repletos de las más variadas flores dibujaban y perfumaban la belleza del panorama.
De repente, esa sinfonía de la naturaleza fue entrecortada por el vagido de un niño: nacía un nuevo miembro en la piadosa y muy querida familia de agricultores que vivía en un extremo de aquella aldea.
Había ocurrido un verdadero milagro: en veinticinco años de matrimonio, ése era el primer hijo que la Providencia concedía a la pareja. Los vecinos más cercanos se reunieron en la minúscula casita, felices por el acontecimiento. No pasó mucho tiempo para que empezaran las opiniones sobre el futuro del niño…
- Creo que va a ser un gran hombre, tal vez el mejor agricultor de la región –dijo la dueña del taller de costura, que vivía al lado.
- Realmente, algo en este pequeñito me dice que realizará cosas importantes… -sentenció el panadero, cuya tienda estaba enfrente.
El padre, interrumpiendo el murmullo, dijo a un modo solemne:
- No sé cuál va a ser el porvenir de este niño, pero el presente ya es una dádiva de Dios. La Santísima Virgen ha escuchado nuestras oraciones y, por eso, “Ave María” serán las primeras palabras que aprenderá y se llamará Gabriel en honor del ángel que las pronunció en la Anunciación.
Unos meses más tarde, no obstante, la peste azotó la región y de aquella familia sólo quedaron la madre y su hijo, que con mucho esfuerzo conseguían mantenerse.
Pasó el tiempo y el niño se desarrollaba sano, pese a las dificultades. La celosa madre lo cuidaba con cariño y se esmeraba por enseñarle a hablar. Acordándose del deseo de su fallecido esposo, hizo hincapié en que, antes que cualquier otra palabra, pronunciase la sublime salutación: “Ave María”. Sin embargo, a pesar de todo su maternal empeño, ésa era la única frase que salía de su boca.
La cruz parecía que era la compañera inseparable del pequeño Gabriel: cuando cumplió los 10 años, su madre enfermó gravemente y en pocos días falleció. El joven huérfano sobrevivía con la ayuda de los habitantes del lugar, por quienes era muy querido, pero a pesar de ser muy servicial y piadoso, continuaba sin poder decir nada más que “Ave María”, y mucho menos conseguía leer o escribir.
- Buenos días! -le saludaban.
- ¡Ave María! -respondía Gabriel.
- ¿Cómo estás muchacho? -le preguntaban.
- ¡Ave María! -contestaba siempre.
Algunos creían que estaba enfermo, lo que no impedía al “niño Ave María” -como quedó conocido- vivir feliz…
Cuando ya estaba más crecido, por una inspiración de la Santísima Virgen, llamó a la puerta de un monasterio que existía en los alrededores.
- ¿Cómo te llamas? -le preguntó el hermano portero.
- ¡Ave María! -contestó con alegría.
- ¿De dónde eres?
- ¡Ave María! -era lo único que lograba decir.
Desconcertado ante tan extraño interlocutor, el religioso fue en busca del abad, porque no sabía cómo proceder. Entonces éste le hizo entrar y se puso a interrogarlo. Invariablemente, la única respuesta que se escuchaba era “Ave María”. El sabio superior discernió en esto un designio de la Providencia y permitió que el inusitado personaje viviera en el convento.
No fue difícil percibir desde el comienzo la liberalidad con la que el recién llegado servía a los religiosos y la humildad con la que realizaba cada acto. Así, llenos de celo, todos en la comunidad intentaban ayudarlo, esforzándose por enseñarle alguna palabra más. Pero nada surtía efecto. Transcurrieron los años y aun siendo ya adulto, no obstante, tan sólo pronunciaba esa bella invocación.
Cierto día, fray Lorenzo quiso que progresara lingüísticamente intentando avanzar por el camino que había iniciado:
- Vamos a ver: si puedes decir Ave María, di ahora: “Llena de gracia”.
Para sorpresa suya, Gabriel repitió:
- Llena de gracia.
Fray Lorenzo salió corriendo contentísimo a contarle al maestro de novicios la proeza pedagógica y el progreso del servicial “Ave María”. El fraile mandó que lo llamaran para comprobar lo ocurrido, y le pidió que le dijera lo que había aprendido. Sin embargo, sólo logró pronunciar “Ave María”…, pues lo demás ¡lo había olvidado!
- ¡No hubo mejoría -concluyendo los religiosos.
A esas alturas vestía el hábito de hermano lego y era conocido en toda la región como fray Ave María. La capilla era un lugar preferido. Cuando no estaba en sus quehaceres cotidianos, pasaba horas delante del sagrario o de rodillas a los pies de la bella imagen de María Auxiliadora, recogido y con una sonrisa en sus labios.
Fray Ave María pasó toda su vida en el monasterio y realizó con total desprendimiento y generosidad las tareas más sencillas: barría el suelo, pelaba patatas o lavaba los platos en la cocina, con entera diligencia. Y al contrario de lo que vaticinaron en su nacimiento parecía el hombre menos importante del mundo…
Siendo ya anciano, una enfermedad no muy grave le causó la muerte y fue enterrado en el cementerio del convento. Aquella misteriosa alma dejó tan vació en la comunidad que al día siguiente, antes del amanecer, algunos frailes se encontraban rezando ante su tumba.
Y cuál no sería la sorpresa que se llevaron cuando, a la hora del Ángelus, de su sepultura brotó un tallo verde en cuya punta florecía un blanquísimo lirio. En sus pétalos se podía leer la salutación angélica, escrita en letras doradas: “¡Ave María!”.
El abad, emocionado, declaró ante los religiosos allí congregados:
- ¡Cuán insondables y maravillosos son los designios de Dios! Este hombre, a quien todos consideraban incapaz y desprovisto de dones, era objeto de un especialísimo amor de la Virgen. De hecho, cuando dejamos que nuestras míseras acciones sean recogidas y presentadas al Señor por las inmaculadas manos de María, Ella las reviste con un manto de oro y las hace resplandecer a los ojos del Todopoderoso… Aprendamos de fray Ave María, que hizo de su vida un verdadero himno de alabanza a la Santísima Virgen.