Por decirlo brevemente, el llamado “ChapGPT” consiste en un programa de inteligencia artificial que dialoga contigo casi, casi como un humano más. Es capaz de producir conocimiento genuino y exclusivo a partir de casi cualquier tema por el que le preguntes, y la información que ofrece destaca por su gran precisión.
Seguro que hay muchos escépticos sobre la eficacia o la utilidad de inventos como “ChatGPT”, pero yo tengo claro que ha venido para quedarse. Y que esto, nos guste o no, sólo es el comienzo de décadas de avances alucinantes –incluso inimaginables a estas alturas– en la inteligencia artificial.
Curiosamente, descubrimientos de este tipo sirven para hacer un parón en ciertas cosas. De la misma manera que cuando se inventó el automóvil muchos rescataron la importancia de caminar o de simplemente sentarse a mirar un perro jugar en el parque, ChatGPT puede hacernos recapacitar sobre el valor de un simple diálogo entre humanos. Porque nada, absolutamente nada, podrá equipararse a lo que se comunica entre sí la pareja de enamorados que sebesan, al padre que abraza a su hijo o al nieto que se ríe por una ocurrencia del abuelo.
Algo análogo ocurre en el terreno de la fe. Muchas religiones son francamente respetables, pero sólo la católica -espero no equivocarme- reconoce en Dios a un Ser Personal. Lo pronunciamos con frecuencia en el Credo y sin embargo quizá lo olvidamos: “Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso (…); Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios (…); Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo (…)”. El misterio de la Santísima Trinidad habla de un solo Dios en Tres Personas. Poco más se puede decir, porque no es algo que entendamos ni podamos abarcar con la inteligencia. Ahora bien, esa certeza apunta en una dirección asombrosa, a saber, la de que con Dios es posible una auténtica interacción. Que Dios sufre, se alegra, se apiada, condena, se manifiesta, agradece… en una palabra, conecta con los seres humanos mediante un lenguaje no verbal y, pese a todo, muy real.
Nuestra misma señal de la Cruz representa este misterio, y en cierta mentira invoca a ese Ser en lo Alto que nos observa, nos espera y busca entablar con nosotros una auténtica relación personal. Esa interacción la lleva deseando Dios desde que decidió crearnos a su imagen y semejanza. La continuó luego con la Eucaristía y la mantiene, más allá de cualquier barrera física, con la oración.