Como corresponde a todo día de fiesta, los hombres se visten mejor: llevan su camisa blanca y un chaleco bordado con ribetes y filas de botones dorados. En la cabeza un simpático sombrero, mejor cuidado que el que usarán a diario. Protegen sus pies de la humedad del campo con esos rústicos zuecos de madera, excepto el muchacho, que de tal forma está metido en el juego que parece no importarle ir descalzo.
En sus manos, las bolas de la petanca. Sus miradas atentas a la jugada y sus rostros distendidos.
Dos mujeres, al fondo junto a la valla, vestidas con el traje típico bretón, con esa cofia blanca en la cabeza, conversan amenamente. Una lleva el paraguas, por si acaso, y la otra una cesta, quizá con algunas viandas para los jugadores.
El pintor retrata aquí el alma de un pueblo cristiano que sabe encontrar la distracción y el reposo, al mismo tiempo _ que valora el esfuerzo y posee el gusto por el trabajo bien hecho.
La sabiduría cristiana penetra en la moral pública y hace posible la existencia armónica y fraterna en una sociedad que gira en torno a lo que el Papa León XIII llamaba la filosofía del Evangelio.
VIDA
THÉOPHILE-LOUIS DEYROLLE nació en París en 1844, pero a los 26 años se fue a vivir junto a su amigo Alfred Guillou, a Concarneau, pequeña localidad de gran tradición pesquera, en la Bretaña. Al año siguiente se casó con la hermana menor de éste, Susana. Por la mañana trabajaba en los criaderos de ostras y por las tardes pintaba, explorando las aldeas circundantes. Además de numerosas escenas pesqueras realizó un vivo retrato de las costumbres locales, como ésta que ahora contemplamos.
Debutó en el Salón de 1876. Fue miembro de la Société des Artistes Français. Había estudiado con Bouguereau y Cabanel. Recibió distinciones en los Salones de 1881, 1887 y 1889, y una medalla de bronce en la Exposición Universal de 1900. Junto a su amigo Alfred Guillou, se le considera el fundador de la escuela de pintura Concarneau.
