Congregación de Canónigos Regulares de San Agustín, donde había profesado en el año 1210, con 15 años, en el Monasterio de San Vicente de Fora, para que ingresara en aquella nueva Orden de Frailes Menores, que había fundado un aristócrata italiano de nombre Francisco, abandonando sus riquezas y provocando, con su decisión un gran revuelo en su familia y la Iglesia.
Corría el año 1220, cuando Fernando tomó esta decisión, impactado por el martirio que habían sufrido en Marruecos, por predicar el catolicismo, cinco frailes menores, a los que había conocido en Coimbra. Nuestro protagonista soñaba con la santidad
La Comunidad franciscana de San Antonio de los Olivares, próxima a Coimbra, recibió con gran alegría al nuevo profeso, ya que a su juventud Fernando les aportaba el hecho de ser sacerdote, lo que representaba un salto cualitativo para el convento, ya que podía atender sus necesidades espirituales.
Cambio de “nombre”
En la ceremonia de ingreso Fernando no sólo cambió el hábito blanco de los Canónigos regulares por el áspero hábito gris de los frailes menores; también en este momento, su ingreso en la nueva orden franciscana, Fernando Buglione, siguiendo un deseo (no imposición) de San Francisco “cambió” de nombre, eligiendo el de Antonio, santo ermitaño al que estaba dedicada la Capilla de los Olivares.
El Hermano Guardián del convento le destinó al Hermano Nicodemo como compañero de Antonio. Este hermano parece que había sido marinero - hay quién dice que pirata - antes que fraile.
Mientras llegaba el permiso para que Antonio y Nicodemo pudieran trasladarse a Marruecos, los dos se dedicaron a recorrer las aldeas cercanas al convento para pedir trabajo. En estas circunstancias la salud de Antonio se debilitaba, por el esfuerzo que realizaba en estas labores. Su debilidad preocupaba al Hermano Guardián, que le cambió de trabajo, encargándole del cuidado de los ancianos y enfermos; también cuidaba de los niños cuando los mayores marchaban a trabajar, ya que le permitía hablar con ellos y enseñarles el Catecismo.
Por las noches los frailes, antes de retirarse a descansar, se reunían todos en la capilla para rezar; Antonio, que era el único sacerdote, dirigía los rezos.
Marcha a Marruecos
Por fin llegaron noticias del Ministro de España, de la Orden; sentados a la sombra de un árbol, el Hermano Simao le entregó la carta recibida al Hermano Antonio, para que se la leyera. En la misma le autorizaba a que le dejara partir para “predicar la Palabra de Dios a los infieles”. Asimismo le indicaba que designara a uno de los hermanos para acompañarle; el designado fue el Hermano Teófilo que, a sus diecisiete años, ya había mostrado deseos de derramar su sangre por la fe.
A los pocos días emprendieron el viaje y, como manda el Evangelio, iban sin dinero ni sandalias de repuesto Pasaron por la ciudad de Badajoz y llegaron a Sevilla, en manos sarracenas, donde Antonio aprovechó el tiempo predicando, aunque con poco éxito. Algunas personas les desanimaban diciendo que en Marruecos no se perseguía a los cristianos, ya que el Sultán era persona deseosa de mantener buenas relaciones con ellos. Estos comentarios le hicieron al Hermano Teófilo pensar en que debía volver a Coimbra, pero decidieron seguir con sus primeros propósitos de alcanzar el martirio.
Antes de partir para Marruecos sufrieron prisión en Sevilla, estuvieron dos días encerrados en la cárcel, pero el Emir decidió enviarlos a presencia del Sultán, por lo que embarcaron rumbo a Marruecos. Durante el viaje Antonio enfermó, lo que hizo que los marineros les soltaran los cepos con los que iban sujetos, y en este mal estado llegó al puerto de Tánger, donde hacía un calor sofocante.
En la Ciudad de Tánger había una comunidad cristiana que al enterarse de su llegada les dio cobijo. Los dos frailes habían quedado en libertad, ya que el Gobernador, cuando le informó el Capitán del barco que traía dos prisioneros, enviados desde Sevilla, no quiso hacerse cargo de ellos.
Comité de Redacción
NR – Algunos de los relatos de este episodio han sido tomados del libro “San Antonio de Padua – Gran predicador y hombre de ciencia” de Jan Dobraczynski – Editorial PALABRA – Colección AZCADUZ