La razón de la creación es el amor de la sabiduría divina al bien. En nuestro modo humano de hablar, podemos decir que “Dios vio que era buena” la luz, y así con cada obra que iba creando, según nos lo transmite el Génesis: el sublime entendimiento divino entendió que era bueno crear la luz y el mundo y por eso la omnipotente voluntad divina determinó llevarlo a cabo. No hay que perder de vista que, dada la simplicidad divina, el acto de inteligencia y el acto de voluntad en Dios se identifican con su único, puro y eterno acto de ser.
“Y no puede haber autor más excelente que Dios, ni arte más eficaz que el Verbo de Dios (pues Dios hizo las cosas por su Verbo), ni motivo mejor que la creación del bien por el Dios bueno”, dice San Agustín en De civitate Dei, XI, 21). En otro capítulo, afirma que la Sagrada Escritura, cuando al final de la creación asevera en el Génesis “y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno” (Gn 1,31), “quiso dar a entender que no había otra razón para crear el mundo sino que un Dios bueno ha hecho las cosas buenas” (De civ. Dei, XI, 23).
Carácter bueno de las cosas creadas
El santo de Tagaste critica la doctrina maniquea que supone la existencia de una naturaleza mala nacida y propagada a partir de cierto principio malo. Frente a este planteamiento dualista y sus infiltraciones entre los cristianos, concretamente en Orígenes (famoso teólogo cristiano antiguo de Alejandría), San Agustín afirma el carácter bueno de las cosas creadas por ser obra de Dios y sostiene que es el pecado el que ha introducido el mal en el mundo, proviniendo de la libre voluntad de la criatura racional: “Si nadie en el mundo hubiera pecado, estaría éste lleno y hermoseado sólo de naturalezas buenas; pero ya que tuvo lugar el pecado, no por eso está todo lleno de pecados; así como entre los celestiales (los ángeles) un número inmensamente mayor de los buenos conservó el orden de su naturaleza” (De civ. Dei, XI, 23).
Un principio agustiniano importante, pues, es la bondad de toda naturaleza creada y, en consecuencia, de la naturaleza en conjunto como obra de Dios. Es la criatura racional, tanto el ángel como el hombre, la que introduce el mal como privación del bien al pecar y alterar el justo y recto orden establecido sabiamente por el Creador: “Dios, autor de las naturalezas y no de los vicios, creó al hombre recto; pero él, pervertido espontáneamente […]. Así, por el mal uso del libre albedrío, nacieron esta serie de calamidades que, en un eslabonamiento de desdichas, conducen al género humano […] hasta la destrucción de la muerte segunda (la condenación eterna) […]” (De civ. Dei, XIII, 14).
El santo Doctor sostiene la bondad de toda naturaleza creada y el origen del mal por el pecado obrado libremente: “toda criatura, siendo buena, puede ser amada con buen o mal amor; con el bueno si se ama debidamente; con el malo si con desorden”; y poco antes advierte que la belleza física es un don de Dios (De civ. Dei, XV, 22). La raíz de ese desorden se halla en una preferencia, que será la que dé origen a las famosas dos ciudades de las que habla San Agustín: la opción radical por Dios, sabiendo dirigir el recto amor a la criatura y a sí mismo hacia el amor total de Dios; o la opción radical por sí mismo y por las realidades creadas, desgajándolas de su estrecha dependencia de Dios y llegando hasta el desprecio y el rechazo de Él mismo.
“El mal es la superstición de servir a la criatura en vez del Creador, y desaparecerá cuando el alma, reconociendo al Creador, se le sometiese a Él sólo y viere que todas las demás cosas están sujetas a ella por Él” (De vera religione, 20). “Los buenos, ciertamente, usan de este mundo para gozar de Dios; los malos, al contrario, quieren usar de Dios para gozar del mundo” (De civ. Dei, XV, 7). “Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial” (De civ. Dei, XIV, 28). De ahí el deber de servir “más bien al Creador que a la criatura, sin desvanecernos con nuestros pensamientos, y ésa es la perfecta religión” (De vera rel., 10)