No sólo la Filosofía conduce a esta concepción de Dios, sino que Dios mismo –y lo tienen muy presente los dos grandes santos que venimos comentando, Agustín y Tomás de Aquino– se reveló a Moisés en la teofanía de la zarza ardiente incombustible al afirmar de Sí: “Yo soy el que soy” (Ex 3,14).
Para San Agustín y Santo Tomás, la razón de la creación es clara: Dios la ha llevado a cabo para gloria de Sí mismo. Para gloria suya, no en el sentido de que haya buscado en las criaturas algo que le faltase ni de que haya estado motivado por una actitud egoísta, sino en el sentido de una comunicación difusiva que es propia del bien: el bien tiende a darse, a comunicarse. Esto lo comprendía muy bien un teólogo antiguo: el Pseudo-Dionisio Areopagita.
Por tanto, Dios, que es el Ser subsistente, que existe por Sí mismo y en Sí mismo, ha creado el mundo para comunicar el ser a las criaturas, para conferirles de un modo participado la bondad del ser. Ha sido un acto gratuito y generoso de Dios, enraizado en su bondad, según lo expresa el Doctor africano (San Agustín): “con infinita sabiduría las hizo (las cosas) y con suma benignidad las conserva”; y las hizo “para que fuesen” (ut essent). Con esta indicación de finalidad, ut essent, San Agustín está expresando y afirmando la bondad del acto de ser y está refiriendo el amor creador de Dios: se trata de un Dios bueno que quiere el bien para otros que no existían y se lo otorga mediante un acto creador por el que les confiere el ser. Es éste un ser que participa del Ser supremo y perfecto de Dios, no por emanación (eso sería la herejía panteísta del emanatismo), sino por creación a partir de la nada (ex nihilo). A este respecto, el Aquinate señalará que “ninguna criatura es su ser, sino que tiene el ser participado” (S. Th., I, q. 12, a. 4): participa del ser porque Dios se lo ha dado.
En efecto, conforme a lo que enseña San Agustín, las criaturas son mudables porque no poseen el ser perfecto, ya que son inferiores al sumo Ser que las creó, que es Dios mismo. La distinción entre el Ser supremo y el ser participado es clara.
Es fundamental la afirmación de la creación de la nada (ex nihilo), una afirmación hecha siempre por la Iglesia. Y el sentido en que debe entenderse es que, donde no había nada, donde no existía el ser, Dios ha conferido el ser haciendo surgir unas criaturas que han comenzado a participar del ser. No elaboró el mundo con una materia preexistente –según concebía Platón la acción del dios llamado Demiurgo–, porque tal materia preexistente y eterna no existía. La nada tampoco puede concebirse como una especie de materia preexistente, sino como el no-ser.
El Dios eterno, el único Ser eterno y subsistente, en un acto de liberalidad, gratuidad y bondad, creó el mundo para dar origen a otros seres, para conferirles el ser, lo cual es sinónimo de conferirles el bien. Y este acto tuvo lugar sin emplear una materia preexistente que no había y sin desprenderse Dios de alguna parte de Sí mismo –¿cómo iba a desprenderse de partes el que no tiene partes, sino que es el Ser simplicísimo?– ni disminuir su infinitud y su perfección; no lo hizo por vía de emanación, sino por un acto de creación a partir “de la nada”, ex nihilo. Muy bien lo expresa San Anselmo, el gran Doctor benedictino: “lo que comienza a ser, pasa del no ser al ser” (De processione Spiritus Sancti).
En línea con todo esto, el Concilio Vaticano I definió rotunda y claramente que la Creación ha sido fruto de la voluntad trascendente, libre y soberana de Dios, por una motivación de plena generosidad y gratuidad, para comunicar bondadosa y amorosamente el ser y la vida a las criaturas que no existían (Sesión III, Constitutio dogmatica de fide catholica, 24-IV-1870, cap. 1). El Dios Uno y Trino es plenamente feliz en su vida íntima trinitaria, vida de comunión de amor: por lo tanto, no necesita de la Creación. Si la ha llevado a cabo y la sostiene, es por bondad y amor. Con ello, el magisterio de la Iglesia se oponía abiertamente a algunas teorías que, fundamentándose en la filosofía idealista hegeliana, sostenían que la Creación era consecuencia de una autorrealización de Dios como proceso dialéctico.