Quien no tiene esta estrella está ciego y anda a tientas, quiébrase su barca con la tempestad, y él mismo se hunde en medio de las olas. Por eso se lee en el Éxodo: “A la vigilia matutina miró Yahveh desde la columna de nube y de fuego a la hueste egipcia y la destruyó. Hizo que las ruedas de los carros se enredasen unas con otras, y se iban al fondo. Pero los hijos de Israel pasaron a pie enjuto por medio del mar, formando para ellos las aguas una muralla a derecha e izquierda”. Los egipcios envueltos en la nube tenebrosa significan los ricos y poderosos de este mundo, entenebrecidos por la oscuridad de la soberbia. El Señor los destruirá; y trastornará las ruedas de los carros, es decir, su dignidad y gloria, que giran durante las cuatro estaciones del año; y los hundirá en lo profundo del infierno. En cambio, los hijos de Israel, iluminados por el resplandor del fuego, significan a los penitentes y pobres de espíritu, iluminados por el resplandor de la humildad, que pasan a pie enjuto por el mar de este mundo, cuyas aguas, es decir las inundaciones amargas, les sirven de muro, es decir, les fortifican y defienden a la derecha, contra la prosperidad, y a la izquierda, contra la adversidad. Es decir, para que no se ensoberbezcan por la estima de la gente ni sucumban ante la tentación de la carne.
A este propósito leemos en el Deuteronomio; “Ellos chupan como la leche las aguas del mar. Nadie puede chupar algo sin apretar los labios. Los que tienen la boca abierta para adquirir dinero, para alimentar la vanagloria, ansiosos de honras entre la gente, no pueden chupar las aguas del mar.
En efecto, difícilmente se apartan los lobos del cadáver, las hormigas del grano, las moscas de la miel, los soldados de la taberna, las meretrices del prostíbulo, los mercaderes de la plaza. Algo semejante dice Salomón en los Proverbios: Dice el proverbio: “Instruye al niño en su camino, que aun de viejo no se apartará de él”. Realmente, sólo los humildes, que cierran los labios para no gustar los bienes temporales, chuparán como leche las aguas del mar.
¡Oh estrella del mar! ¡Oh humildad de corazón, que transformas el mar amargo y bravo en leche dulce y sabrosa! ¡Qué dulce es para el humilde la amargura! ¡Qué llevadera es la tribulación! La soporta por el nombre de Jesús. Para san Esteban fueron dulces las piedras; para san Lorenzo, las parrillas; los carbones encendidos, para san Vicente. Por amor a Jesucristo chuparon las aguas del mar como si fuesen leche.
Incluso en la palabra chupar se experimenta la avidez, acompañada de placer. Pues solamente la humildad sabe chupar la tribulación y el dolor con avidez y deleite espiritual. Por eso se dice en los Cantares: ¡”Quién me diera que fueses, hermano mío, amamantado a los pechos de mi madre”. Se habla aquí de tres personas: madre, hermana y hermano. La madre es la penitencia, que tiene dos pechos: el dolor en la contrición y el sufrimiento en la satisfacción; la hermana es la pobreza; el hermano, el espíritu de humildad. Dice, pues, la hermana pobreza: “¡Quién me diera hermano mío, espíritu de humildad, que mamases con avidez de los pechos de nuestra madre!”. Aquí tienes al hermano y a la hermana, a José y a María, al esposo y a la esposa, la pobreza y la humildad. El que tiene esposa es el esposo. Dichoso el pobre que toma por esposa la humildad.