El dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, proclamado oficialmente por el papa Beato Pío IX en la carta apostólica Ineffabilis Deus de 8 de diciembre de 1854, consiste en que Ella “fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano”. Hacia el comienzo del documento, el Romano Pontífice señalaba que esta doctrina se hallaba “en vigor desde las más antiguas edades” y que, por eso, la propia Iglesia había venido proponiendo “al público culto y veneración de los fieles la Concepción de la misma Virgen […] como algo singular, maravilloso y muy distinto de los principios de los demás
hombres y perfectamente santo”. Con esto, el Papa quería recalcar el hecho de haber sido concebida sin habérsele transmitido el pecado original, heredado sin embargo por el resto de los seres humanos desde los primeros padres. Por supuesto, los fundamentos para la definición del dogma, como en la carta apostólica se recogen, se hallan en la Sagrada Escritura (en el Protoevangelio y en las “figuras de María”, tales como el arca de Noé y la zarza incombustible que vio Moisés, además de la relación Eva- María; lógicamente, gozan de peso expresiones como el saludo de San Gabriel a “la llena de gracia” y el de Santa Isabel a la “bendita entre las mujeres”) y en la Tradición de la Iglesia. A su definición no se llegó sino después de haber realizado el Papa las oportunas consultas.
El dogma en la reflexión de los mariólogos modernos
No deseamos prolongar en exceso el trabajo presente, pero sí resulta obligado al menos tener en cuenta las consideraciones que algunos destacados mariólogos del siglo XX han realizado en relación al dogma definido por Pío IX, concretamente en aquello que puede tocar a la cuestión que nos interesa ahora. Con el deseo de explicar los motivos de la oposición que en su día mostrase Santo Tomás de Aquino a la Concepción Inmaculada de María (que entonces no era dogma, sino “opinión piadosa” abierta al debate teológico), algunos mariólogos de la escuela dominicana han incidido en que se debe distinguir entre la “concepción activa” y la “concepción pasiva”: esto es, el dogma no se refiere propiamente a la primera, que es el acto generador de los padres, sino a la segunda, es decir, la condición de María por la unión en ella de cuerpo y alma racional, en la cual interviene Dios al infundirle ésta como principio de animación vital; aquí es donde, al comenzar a existir una nueva persona humana por la infusión del alma, habría quedado exenta del pecado original. Así lo expone, por ejemplo, B. E. Merkelbach en su Tratado
de la Santísima Virgen María Madre de Dios y Mediadora entre Dios y los hombres (Bilbao, 1954).
Asimismo, algunos estudiosos cistercienses han acogido de lleno esta distinción para justificar la postura de San Bernardo con respecto al mismo misterio mariano: por ejemplo, el P. Ailbe John Luddy en San Bernardo. El siglo XII de la Europa cristiana, (Madrid, 1963).
Por eso, los mariólogos de fundamentos tomistas han hablado además de “concepción incoada” (el feto humano) y “concepción consumada” (el feto humano ya animado por un alma racional), pero en este asunto habrán de tenerse ya muy presentes las aportaciones recientes de la Biología y las consiguientes declaraciones de la Bioética de raíces católicas, que vendrán a identificar en el tiempo ambos estadios, aunque sea posible establecer entre ellos una distinción real de orden metafísico.