La adquisición de esos resortes requiere de un aprendizaje que lleve al adolescente a ser él mismo, mostrando con su opinión, el acuerdo o desacuerdo con las solicitudes propuestas por los amigos, lo que está de moda o el ambiente.
Este aprendizaje que se requiere para alcanzar la madurez en la toma de decisiones no es teórico, sino práctico. ¿Por qué? Porque la personalidad se forja con el “quehacer” diario por adquirir las virtudes. Y la virtud, cuando se trabaja, “enraíza” con la forma de actuar
de cada persona. Así, se forja el “modo de ser” que refleja si se es libre o dependiente, responsable o irresponsable, sincero o amigo de fingir y mentir, amable o desagradable, etc. Y se realiza conforme uno decide vivir: con libertad o dependiendo de una sustancia o el placer; mostrando sinceridad o mintiendo; teniendo detalles de amabilidad o provocando riñas y discusiones. Nuestras decisiones cristalizan en ese “modo de ser”.Y es la virtud de la templanza la que lleva a la persona a ser moderada logrando – a través de intentos y rectificaciones – “controlar” los desajustes que pueden causar las pasiones cuando no se las pone coto y que suelen terminar en un “dejarse llevar” por las ganas, las apetencias o las continuas solicitudes que se presentan a lo largo del día, y que convierten a los deseos o sentimientos en el “motor” de la toma de decisiones.
De ahí, que apuntar a la prudencia y a la moderación es la clave. Esto no significa que la persona se convierta en insensible o indiferente. Todo lo contrario… si se elige como modelo de construcción de la personalidad la figura de Jesús. Los evangelios nos muestran cómo era –y es– su forma de mirar, de atender, de empatizar, de comprender, de alegrarse, de compadecerse y de actuar. Sabía y sabe hacerse cargo de las angustias y debilidades de cada persona con la que se encontraba y se encuentra hoy con Él. Por lo tanto, la misión de la templanza es encauzar las fuerzas vitales de la persona y, de esta forma, convertirlas en fuente de energía, para vivir con iniciativa, elegancia y señorío, una relación positiva con uno mismo y con los demás. Podríamos decir que la templanza
se convierte en resorte de defensa, porque pone orden en el interior de cada uno. Y con ese orden, las pasiones –en lugar de obnubilar la razón– colaboran con ella y con la voluntad para discernir lo que es más adecuado “hacer ahora” o“hacer en esta situación”.