La distinta inclinación de los bueyes en su marcha y su cabeceo indica la magnitud de su esfuerzo, visible además en la musculatura tensa, sobre todo en el de la izquierda, que trasmite una sensación de energía a través de un movimiento lento.
La rotunda forma de la barca se resalta, al fondo, por la presencia en la popa de dos nasas de mimbre, esa especie de cesto para pescar. A la izquierda, en primer plano, creando una sensación de profundidad, el pescador que metido en el agua sostiene una traviesa de madera para calzar la barca cuando aborde la playa, nos introduce en la escena.
Al otro lado, sentado plácidamente sobre la yunta, se recorta contra el cielo azul la silueta de un joven boyero. Su habilidad e inteligencia en el manejo de las bestias dan la impresión de realizar tan trabajosa maniobra sin aparente esfuerzo.
En el interior de la barca, al fondo, dos figuran cierran con dinamismo la composición por atrás. Uno carga el peso de su cuerpo a estribor y el otro, de pie y oculto casi por la vela, apalanca desde la popa el movimiento en sentido contrapuesto con un gran remo. Los marineros característicos de Valencia asombran por su naturalidad.
El rumor del mar en calma nos trae el sabor de algas verdes. Un sol brillante baña de luz la atmósfera, reflejando su claridad en las aguas, en las ropas y en la ruda lona de la vela. Salvando la inmensidad del mar, al fondo, en la línea del horizonte, se perfila la silueta de dos veleros.
En todo el cuadro hay una placidez intimista y algo grandioso que subyuga. La escena trasmite una serenidad hoy casi perdida. La vorágine de los “avances” tecnológicos nos está desconectando de la realidad. Nos está secuestrando en un mundo ficticio, en el que aparentemente tenemos todo a nuestro alcance, pero si reparamos bien, perdemos lo esencial.
Joaquín Sorolla pintó esta obra durante el verano de 1894, en el que acudió con frecuencia a la playa del Cabañal, en Valencia, donde pudo contemplar cómo llegaban las barcas después de la pesca. Quería tenerlo terminado para presentarlo en el Salón que iba a celebrarse en París ese año. “Gracias a Dios ya estamos de regreso después de un verano duro de trabajo… He tenido momentos tan difíciles que ya tenía decidido el dejarlo, pero el amor propio tiene más fuerza que una locomotora” le confiesa en carta a su amigo Pedro Gil Moreno de Mora. Le fue propuesta la primera medalla, pero no prosperó debido a que sólo se otorgaba una y Sorolla era artista extranjero. Se le concedió la primera medalla de segunda clase, causándole gran satisfacción. Las crónicas relatan cómo “una vez más es un extranjero, Joaquín Sorolla, de Valencia, quien da la nota más resonante y quien produce la mayor impresión.” La obra fue adquirida por el Estado Francés y colocada en una de las salas del museo del Palacio Luxemburgo, en París.