Pensaba en ello al leer el enésimo reportaje sobre el número de refugiados que ingresan a Europa provenientes de países en guerra o con gravísimas situaciones sociopolíticas y, sobre todo, al comprobar la reacción de muchos individuos.
Llama la atención cuánto les encoleriza la irrupción de esa ola de gente. Todos esos inmigrantes, piensan los críticos, traen pobreza y una delincuencia potencial muy difícil de contener.
Cuando escucho esos razonamientos, me pregunto: ¿acaso no fue Jesús mismo un inmigrante? ¿Acaso Él y su familia no tuvieron que irse a Egipto unos cuantos años, obligados por circunstancias durísimas? Pues algo parecido ocurre ahora: esas familias que deciden abandonar su país natal seguramente sienten dilemas muy grandes antes de enfrentar el viaje, y a menudo arriesgan un sinfín de cosas. Lo mismo pasa en la frontera entre USA y México, donde centenares de miles de personas huyen de lugares horripilantes buscando un futuro mejor, lo cual constituye, por cierto, un derecho fundamental de todo ser humano.
Hay que mirar a esa realidad de frente, no con unos prismáticos desde la comodidad del sofá. Pronto celebraremos la Navidad y es buen momento para reconsiderar hasta dónde llega nuestra solidaridad. La principal revolución de Jesucristo no fue el hecho de venir a la Tierra, sino el amor que trajo consigo. Encumbró el amor solidario hasta el punto de divinizarlo, porque ya no sólo se trataba de “tratar bien al prójimo” ni de cuidarlo bajo unos parámetros mínimos de decencia, sino de abrazarlo y quererlo en sus diferencias. O mejor aún, por sus diferencias.
El fundamento último de la solidaridad es la dignidad humana que tenemos desde el momento mismo de nuestra concepción. Y esa dignidad encuentra su sentido en lo que el Génesis nos revela: que fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios. O sea, como Domingo, “si la dignidad humana es el estatus que corresponde a los seres humanos por haber sido creados a imagen de Dios, la solidaridad es la responsabilidad compartida que deriva de ser portadores de esa imagen divina. Cada ser humano es portador no de un trozo o fracción de la imagen de Dios, sino de toda ella” (Nueva Revista, 2023).
Por supuesto, el problema es complejo y no tiene solución fácil ni única. Seguramente la mejor fórmula difiere entre los distintos países, porque hay razones históricas, sociales, económicas, religiosas y políticas diferentes que exigen consideraciones particulares. Pero eso no quita que la óptica de fondo deba mantenerse. Ninguna comunidad es más importante que otra, ninguna persona es más merecedora de derechos
humanos que otra.
Cuando miramos al Belén y reparamos en ese Niño indefenso y vulnerable, advertimos que salió adelante gracias a la ayuda que prestaron los pastores, los vecinos y los conocidos a la Sagrada Familia, en un acto perfecto y simbólico de solidaridad auténtica. Aquellos adultos se solidarizaron con un bebé y con sus padres desplazados porque sabían y entendían que el conjunto de la humanidad es una enorme fraternidad que puede y debe buscar el bien común.