El reino de los Cielos es semejante a diez vírgenes que salieron con sus lámparas a recibir al esposo y a la esposa. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes. Las primeras tomaron las lámparas, pero no aceite. Las segundas tomaron lo uno y lo otro. Tardando en llegar el esposo, se echaron a descansar y durmieron. A medianoche se dejó oír una voz que dijo: “He aquí que llega el esposo, salid a recibirle”. Se levantaron todas y arreglaron sus lámparas; las necias dijeron a las prudentes: “Dadnos de vuestro aceite, pues nuestras lámparas se apagan”. Aquéllas les contestaron: “Para que no llegue a faltarnos a nosotras y a vosotras, id más bien a los que venden y compradlo”. Mientras fueron por el aceite, llegó el esposo, y las prudentes le acompañaron y entraron con él a las bodas, cerrándose la puerta. Al poco rato llegaron las otras y dijeron: “Señor, abridnos también a nosotras”. Mas él les contestó: “En verdad digo que no os conozco”.
Por el reino de los Cielos se entiende el presente estado de la Iglesia, y en las vírgenes prudentes están representados los que, viviendo en el mundo, tratan de adornarse de virtudes para la otra vida, y por esto serán recibidos en las bodas del Esposo celestial que es Jesucristo. Las vírgenes necias son una imagen de los que se apegan en demasía a las cosas del mundo, y cuando comparezcan ante el divino Juez, se hallarán privados de buenas obras y serán, por consiguiente, excluidos del Paraíso.
El rico Epulón
Con la parábola del rico Epulón, el Salvador quiso enseñarnos el buen uso que debemos hacer de las riquezas:
Había un hombre -dijo- que vestía con mucho boato, y todos los días se complacía en celebrar opíparos banquetes. Había asimismo un mendigo, llamado Lázaro, cubierto de llagas, que yacía a la puerta del rico y que, muerto de hambre, deseaba hartarse con las migajas que caían de la mesa del rico, pero no había quién se las diera. Los perros, más compasivos que el amo, iban y lamían las llagas. Poco tiempo después murió Lázaro y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham, esto es, al lugar donde descansaban las almas de los justos que morían antes de la venida del Redentor.
También murió el rico, pero su alma fue sepultada en los infiernos. En medio de los tormentos que allí padecen, permitió Dios que el rico Epulón alzase sus ojos y viera a Lázaro en el seno de Abraham. “Padre Abraham -exclamó-, te ruego que me envíes a Lázaro para que, mojando su dedo en el agua, deje caer una gota en mi lengua, porque esta llama me causa horribles tormentos”. Abraham le contestó que merecía aquellas penas, porque había usado mal de los bienes en su vida, y que era justo que Lázaro, que no había tenido más que sufrimientos, estuviese en la posesión de la gloria, y que había un inmenso abismo entre ellos que les impedía aproximarse. Entonces dijo el rico: “¡Ah!, otórgame al menos este favor: envíale a casa de mi padre a anunciar a mis hermanos mi miserable estado, a fin de que no vengan ellos también a padecer estos atroces tormentos”. Y Abraham le contestó:”Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen”. Él replicó: “Si alguno de los muertos fuese a ellos, harían penitencia”. Dijo por fin Abraham: “Si no creen a Moisés ni a los profetas, tampoco creerán a quien, de muerto, resucitase a la vida”.
¡Ah, cuán infeliz es el estado de los condenados en el infierno donde, en tan horribles tormentos, no tienen siquiera el alivio que podría dar una pequeña gota de agua!