Y cuando en cierta ocasión alguien le preguntó, con mentalidad un tanto mercantil, si no se encontraría con las manos vacías, sin méritos acumulados para ella misma, en la hora de su muerte, respondió serena: “ellas, ya en Gloria, intercederán con fuerza por mí ante Dios”.
Yo era casi un niño, y aquello se me quedó grabado en el corazón. Desde entonces, les rezo con relativa frecuencia y encomiendo pequeñas “tareas” que cumplen con sorprendente exactitud: por ejemplo, despertarme a una determinada hora, recordarme algo, o simplemente, darme serenidad cuando voy a tomar un avión.
Mi padre acaba de fallecer, tras diez años de enfermedad, postrado en la cama, con pocos momentos de tenue lucidez. Creo que ha sido su tiempo de purgatorio en la Tierra. Pero no voy a dejar de pedir por él, para que alcance cuanto antes la visión de Dios. Por cierto, voy a incluirle en las 30 Misas de Lisboa.
He acordado con mi madre y hermanos, somos seis, reservar una pequeña cantidad del dinero que heredemos, para reunirnos todos los años, en el aniversario de su muerte, encargar una misa, y después salir a cenar juntos. Será una buena forma de recordarlo y conservarnos unidos, ahora que la familia va aumentando cada día, con bodas de sobrinos y bautizos.
Rezar por nuestros familiares o amigos fallecidos es de lo más natural. Igual que se cuida de un enfermo, nuestra relación amorosa con un familiar no acaba con la muerte. Podemos seguir “cuidándolos” rezando por ellos, aliviando sus sufrimientos, en medio de la felicidad de la que ya gozan por verse salvados. De igual modo, los difuntos interceden por nosotros. Son estrellas en el cielo que velan nuestros pasos.