Y con ayuda de algunos lugareños organizó el primer pesebre viviente de la Historia.
Lo mismo siento yo, cuando todos los años, con emoción, voy sacando los pastorcillos de sus envoltorios, y restaurando los que lo necesitan. Siempre hay algún brazo que escayolar…
En mis manos parecen tomar vida propia y, al son de unos villancicos de fondo, hablo con ellos mientras los coloco meticulosamente camino del Portal. Allano los senderos por los que han de pasar, y les conservo verdes los prados y fresco el riachuelo, para que les sea más liviana la jornada. Aunque, después, no me resista a dejarles caer una que otra nevada.
En las casas donde hay niños, la fiesta es mayúscula. Cada pequeño tiene sus pastores preferidos, los que le representan ante el Niño Dios. Y sus ovejas, cerditos, patos o burros. Y, desde luego, su Rey Mago propio, al que se encomienda e implora con fe para que le traiga algún regalo, aunque sepa que no siempre se ha portado bien.
Cuando era niño, rezábamos antes de acostarnos las tres avemarías junto al Pesebre. Ahora que soy mayor, aunque esté solo, su apacible luz sigue bañando mi existencia en esos días, y el Portal se convierte de forma natural en el centro jerárquico de la casa. No la televisión, que, por cierto, no tengo. Prefiero escuchar el susurro de los campos de Belén.