Para formarnos idea de las dificultades de la empresa y del valor que se necesitaba para acometerla, preciso es describir algunas de las consecuencias morales y canónicas que acarreó a la Iglesia el feudalismo, con la intrusión de los príncipes y señores feudales en sus iglesias y monasterios propios.
Los monarcas alemanes, sobre todo a partir de Otón I, se apoyaban sobre los obispos para combatir las rebeldías y ambiciones de los otros señores feudales. Otón el Grande dio el arzobispado de Colonia a su hermano Bruno; el de Maguncia, a su hijo Guillermo el Bastardo; el de Tréveris, a uno de sus primos; el de Salzburgo, a uno de sus favoritos; al arzobispo Bruno le confió la cancillería imperial; obispos o abades ejercen los principales cargos de su corte. Otón II perfeccionó este sistema, que hacía de la Iglesia un eje o pieza esencial de su gobierno. Otón II, siguiendo la misma política, entrega en feudo condados enteros a los obispos de Würzburgo, Bremen, Colonia, y se da a sí el título de “servus Christi”, casi como un pontífice. Enrique el Santo utiliza los mismos resortes; tanto o más que sus antecesores, dispone de los obispados a su arbitrio, impone a las abadías reales los abades que más le placen, delimita el territorio de las diócesis, convoca y preside los concilios.
Pero hay que reconocer que estos emperadores, y lo mismo se diga de Enrique III, amaban a la Iglesia y escogían por lo general personas muy dignas. El sistema, sin embargo, era en sí desastroso para el régimen de la Iglesia, a la cual esclavizaba; y en manos de otros monarcas, como Enrique IV, se convirtió en una fuente de corrupción.
Cosa idéntica sucedía en Francia. El rey nombraba los obispos en sus dominios directos, mientras que en Normandía, Bretaña, Gascuña y Languedoc los obispos eran nombrados por los duques o condes de los respectivos territorios. Ellos elegían la persona y ellos le daban las insignias de su cargo. Hay que tener en cuenta que en la Edad Media la mayoría de las iglesias rurales eran fundación privada y, por consiguiente, propiedad de un señor, el cual designaba el sacerdote que debía vivir a su servicio en aquella posesión. El mismo derecho se fueron arrogando los príncipes respecto de los obispados incluidos en sus dominios temporales.
Investidura propiamente se decía al acto jurídico por el que el dueño o propietario de una iglesia la confiaba, a título de beneficio, al eclesiástico que debía servirla. Solía hacerse por medio de un símbolo, que, cuando se trataba de un obispado, era la entrega del anillo y del báculo pastoral. ¿Quedaba vacante un obispado? El príncipe o señor temporal buscaba entre sus parientes, o amigos o partidarios, al más adicto y fiel, no precisamente al más apto, o bien aguardaba a ver quién le ofrecía por el cargo mayor suma de dinero. Luego le otorgaba la investidura, entregándole –cosa que antes pertenecía al metropolitano– el báculo y el anillo, símbolos de la autoridad espiritual, mientras el electo prestaba juramento de fidelidad y vasallaje. Con esto empezaba a administrar la diócesis y a disfrutar sus bienes y posesiones. Sólo faltaba la consagración para el desempeño de sus funciones puramente espirituales. El metropolitano, con los obispos de la provincia, no se podían negar.
Compendio de Historia de la Iglesia Católica
Bernardino Llorca, S.J.