Es necesario en nuestra vida dedicar tiempos a la oración, no dejarnos llevar por el ruido del mundo, por el activismo, por el hacer tantas cosas como tenemos ciertamente pendientes (o a veces son necesidades que nos generamos nosotros mismos). Es preciso buscar espacios de retiro: en la casa, en el campo, en el trabajo, una capilla… Es necesario dedicar algunos tiempos en oración ante Jesús sacramentado, bien expuesto en la custodia, bien reservado en el sagrario, porque está físicamente presente allí. Y al mismo tiempo, ser conscientes también de la presencia divina en el alma cuando nos encontramos en estado de gracia; descubrir, vivir y hacer fructificar la inhabitación trinitaria en el alma, la realidad de la presencia de la Santísima Trinidad en nuestra alma. Todo esto nos lo enseña Jesús con su ejemplo y con sus palabras.
Jesús enseña la sencillez en la oración
Otra cosa también es muy importante en la enseñanza de Jesús sobre la oración: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis» (Mt 6,7-8). En consecuencia, conforme a la enseñanza de Jesús, lo más adecuado para la oración no es la verborrea, sino un diálogo sencillo con Dios, dejándole también que Él hable al corazón como sólo Él sabe hacerlo. La oración vocal es buena y muy recomendable. De hecho, Santa Teresa de Jesús, en Camino de perfección, indica cómo muchas almas alcanzan un grado de contemplación muy elevado a través de ella. Pero, en la medida de lo posible, no debe absorberlo todo. Sobre todo, si nos obsesionamos con rezar tantas y tantas oraciones cada día y hacemos un problema porque un día no hemos podido rezar alguna devoción particular, tal vez estemos haciendo de la oración algo mecánico y un peso insoportable y sin verdadero trasfondo espiritual. No es conveniente llenarnos de devocioncillas buenas que pueden ser una ayuda para la oración, pero que no son la esencia de la oración. San Benito recomienda a los monjes que la oración sea «breve y pura, a menos que tal vez se prolongue por un afecto de la inspiración de la gracia divina» (RB 20,4).
Debemos procurar ir avanzando en la oración interior y contemplativa, procurar dejar silencios para que el Señor nos hable: no sólo hablar nosotros, sino que Él nos hable al interior; permitir que Él nos toque, que nos inunde, que nos penetre y nos llene, para a su vez poder penetrar en Él y abrazarnos a Él en intimidad de amor. San Isidoro de Sevilla dice a este respecto que, como orar es propio del corazón, no de los labios (oratio cordis est, non labiorum), «es preferible orar interiormente en silencio, que con solas las palabras sin aplicación de la mente». En efecto, también según él, «es saludable orar siempre en el corazón, igual que lo es glorificar a Dios con himnos espirituales con el tono de la voz» (Sentencias, lib. III, cap. 7).
Perseverancia confiada
Volviendo al relato de San Lucas, observamos que, a continuación de recoger la enseñanza del Padrenuestro, expone unas indicaciones de Jesús sobre la oración, en las que exhorta a la perseverancia y la confianza en ella, insistiendo a Dios sin temor para alcanzar lo que se pide (Lc 11,5-13). Lo resume, de hecho, así: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre» (Lc 11,9-10). Incluso estas enseñanzas le dan pie para recalcar el carácter bondadoso de Dios, del Padre celestial que da el Espíritu Santo a quienes se lo piden (Lc 11,13). La enseñanza sobre la oración sirve a Jesús para dar otra breve lección sobre la bondad de Dios, que es incapaz de dar algo malo y nos concede lo más grande que nos puede dar: el Espíritu Santo y la participación en la misma vida de Dios. También en otro lugar incidirá en la oración perseverante, presentando en esa ocasión la parábola de la viuda insistente ante el juez inicuo, que consigue que éste le haga justicia. Y, una vez más, le da pie a resaltar la bondad del Dios justo, que no desoirá las voces de sus elegidos que claman a Él (Lc 18,6-8).