Dice San Gregorio Magno que “la voz ángel es nombre del oficio, no de la naturaleza, pues aquellos santos espíritus de la patria celeste siempre son espíritus, pero no siempre pueden llamarse ángeles; porque solamente son ángeles cuando por ellos se anuncian algunas cosas” (Homilía 34 sobre los Evangelios, n. 8).
El primer papa-monje tiene razón, pues “ángel” significa “mensajero”, “nuncio”, “embajador”, y no todos los coros de espíritus celestiales cubren esta misión. Pero, por extensión y de forma general, conocemos como “ángeles” a todos esos espíritus celestiales, aunque en sentido estricto sólo lo sean los propiamente denominados ángeles y los arcángeles. El nombre de “ángel” se debe a que Dios en ocasiones les hace ser mensajeros o transmisores de una revelación que no está a nuestro alcance.
Por lo tanto, la naturaleza de los ángeles es espiritual: son seres espirituales, sin cuerpo y sin mezcla alguna de materia. Por eso San Ambrosio de Milán dice que su naturaleza es más parecida a la de Dios que la de los hombres (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, lib. VII, n. 126). El Pseudo-Dionisio Areopagita, autor monástico oriental del primer tratado de angelología en el siglo V o VI, La Jerarquía Celeste, se refiere a los ángeles como “inteligencias celestes”, “seres inteligibles e inteligentes” y “seres inmateriales e inteligentes” y señala que “son seres sobrenaturales que sobrepasan con mucho nuestra razón discursiva y corporal” (caps. 1 y 2). Santo Tomás de Aquino, el “Doctor Angélico” del siglo XIII, los define en la Suma Teológica como “sustancias intelectuales inmateriales”, porque “toda sustancia intelectual es absolutamente inmaterial”; añade que nuestro intelecto no puede llegar a percibirlas como son en sí mismas, sino que las concibe a su modo humano, es decir, como percibe las cosas materiales (Suma Teológica I, q. 50, a. 2 in c).
Como seres espirituales incorpóreos, los ángeles son naturalmente incorruptibles e inmortales. No tienen cuerpos unidos naturalmente a ellos, si bien a veces los asumen, reales o aparentes: no necesitan asumir un cuerpo por ellos, sino por nosotros, para que los podamos ver, tocar, etc. Cabe recordar el ejemplo del arcángel San Rafael en el libro de Tobías o de Tobit. A diferencia de la unión de cuerpo y alma en el hombre, que Santo Tomás define como “unión sustancial”, en el caso de que un ángel adopte un cuerpo real se da una mera “unión accidental”, es decir, circunstancial, no necesaria. Por lo tanto, aunque puedan adoptar un cuerpo circunstancialmente para hacerse visibles a los hombres y aunque nosotros los representemos con cuerpo, dada nuestra incapacidad de imaginar en su pureza el espíritu y más aún de plasmarlo en el arte, los ángeles son en sí mismos espíritus puros, sin cuerpo.
Una cuestión opinable en la que incidió Santo Tomás y donde no todos los teólogos tienen el mismo parecer según su planteamiento metafísico, es si cada ángel constituye una especie diferente. Por ejemplo, los hombres formamos una misma especie (la humana). San Alberto Magno y San Buenaventura se inclinan a pensar que todos los ángeles son igualmente de una misma especie, pues todos son seres intelectuales. Otros teólogos, como Alejandro de Hales o Biel, piensan que los ángeles de una misma jerarquía (hablaremos sobre ellas) son de la misma especie, según los oficios o ministerios. Francisco Suárez y otros, por su parte, opinan que cada coro forma una especie (así, los querubines, los serafines…), por voluntad divina. En cambio, Santo Tomás y otros seguidores suyos piensan que cada ángel es una especie diferente, porque es una esencia diferente: la razón es porque en los ángeles no hay composición de forma y materia, pero sí de forma y ser, es decir, del sujeto que es (quod est) y de aquello por lo que es (quo est), del sujeto que es y del ser (esse).