Y luego el subtítulo aclaratorio: “Más de una decena de investigadores en España declaran que su trabajo principal es en instituciones árabes para auparlas en las clasificaciones”. Básicamente se explicaba cómo, en los últimos años, un puñado de académicos españoles mentían sobre la ubicación de su trabajo principal a fin de conseguir mejores puestos en los rankings universitarios y, a la postre, para cobrar suculentos honorarios económicos.
Me pregunto: ¿realmente es algo que atañe a algunos de los más destacados científicos? Es obvio que no. Gente demasiado “espabilada”, arribista o con una habilidad casi innata para lograr el beneficio propio ha existido siempre. Pero es entonces cuando vale la pena coger la lupa y considerar, con franqueza, si nosotros mismos no tendremos también un poco de eso.
Examinemos cuántas veces buscamos nuestra ventaja sobre la de los demás. Porque descubriremos que no nos tiembla mucho el pulso para hacer quedar mal a otra persona, para ganar más dinero que el prójimo, para disfrutar más que el vecino, para viajar más lejos y a lugares más exóticos que el compañero de trabajo, para querer salir más vistoso en una foto, un reconocimiento o una fiesta
Hoy en día abundan las frases del estilo “vive y deja vivir”, “yo no necesito de nadie”, “yo puedo sola”… como si encerraran el secreto de la felicidad. Es una sociedad, sobre todo la más avanzada en los económicos, menos sensible hacia las necesidades de los demás, que con frecuencia son las verdaderamente graves, urgentes y preocupantes.
La Iglesia es, ante todo, una comunidad de personas, y ésa es su auténtica esencia. Ya lo anotó San Pablo: “Pues así como cada uno de nosotros tiene un solo cuerpo con muchos miembros, y no todos estos miembros desempeñan la misma función, también nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo, y cada miembro está unido a todos los demás” (Romanos 12, 4-5). Y en otra carta lo resumió con las famosas afirmaciones de “preocuparnos unos por otros” y “llevar las cargas unos de otros” (Corintios 12, 9-12).
Buena parte del Antiguo Testamento, sin ir más lejos, se explica por la herencia del egoísmo. El pueblo de Israel no hizo sino experimentar fracasos como consecuencia de un deseo exacerbado de poder, de amor a sí mismo, de envidias, jactancias y vanidades. Aprendamos del pasado.