¿Qué tiene él que no tengamos tú y yo? ¿Acaso es él más valioso que los demás? ¿O es dueño de la verdad absoluta? ¿Y qué pasa si no piensas como él, te vas al infierno?”.
Esas preguntas, y otras muchas por el estilo, se plantean a diario en incontables conversaciones. A mí, lo confieso, me han preocupado bastante últimamente. Hay que saber darles la respuesta correcta y no siempre tenemos claro por qué los católicos debemos obediencia al Papa. Mejor dicho, hay que saber cómo buscar la respuesta correcta, entenderla y coincidir con ella para, finalmente, actuar en consonancia.
En otras palabras: es absurdo afirmar que el Papa es la cabeza de la Iglesia si luego, por ejemplo, cuando canoniza a un beato y lo declara santo, nos resistimos a creerlo. Otro caso, también real: que unos curas se digan católicos, y estén al cargo de diferentes parroquias, y sin embargo defiendan el matrimonio entre homosexuales. O la ordenación sacerdotal de mujeres. O el aborto en caso de violación de la madre.
No. En buena medida, lo que nos distingue a los católicos de los ortodoxos, entre otros, es nuestra sujeción al Papa. La iglesia no es una anarquía. Ojo, tampoco una dictadura. Lo llamamos jerarquía.
Tal y como lo proclamamos todos los domingos en el Credo, y tal y como los miembros de esta Familia venimos haciéndolo desde hace 2000 años, nosotros formamos parte de una Iglesia Apostólica (además de Santa y Católica). ¿Por qué? Porque Jesús así lo quiso. Al principio eligió a los doce apóstoles, erigiéndose Él mismo como su Cabeza y representando, de paso, las doce tribus de Israel. A partir de entonces, definió cómo deseaba que se estructurara esta comunidad hasta el final de los tiempos.
Por supuesto, ni todo lo que dice el Papa es ex cátedra (infalible) ni todo debe ser seguido a pies juntillas. De ahí que no seamos unos fanáticos. Prima el sentido común, pues cualquier norma a la que nos acogemos tiene un sentido, un motivo racional que la justifica. Además, existe un espacio para la libertad de pensamiento que es compatible con la defensa de unas verdades inamovibles.
Basta moverse un poco por el mundo para comprobar qué amplia y diversa es la Iglesia Católica. Ciertamente, reconforta ver cómo hombres y mujeres de todas las razas y colores, de opiniones políticas a menudo opuestas, con gustos muy diferentes, permanecen unidos gracias a su idéntica fe, y que su sello identitario su unión con el Papa y sus enseñanzas esenciales.
Benedicto XVI, como tal, o sea, el antiguo Ratzinger, no tiene nada de especial. No es una persona más valiosa o más digna que ninguna otra. Pero ostenta una responsabilidad muy especial, representa a una Figura, y a través de él Cristo nos habla en los tiempos que corren. Goza de una autoridad mayor por el don divino que le ha sido dado. Por eso, cuando expresamente defiende una doctrina concreta como definitiva, los católicos nos acogemos a ella. Asistido por Jesucristo, es nuestro Maestro y Pastor. Y si no lo reconocemos, entonces no tenemos nada de católicos.