En 1224 Antonio marcha a Francia, atendiendo los franciscanos la petición del Papa Honorio III de enviar predicadores que, por su celo, conocimientos y santidad, fueran capaces de sostener las dificultades del apostolado entre los católicos, en una región como el Languedoc, donde tenían fuerza y estaban muy implantados los albigenses[1]. Durante su estancia en Francia, que duró hasta el año 1227, recorrió muchas poblaciones predicando y enseñó teología en Montpellier y Toulouse.
Estando en el convento de Puy en Velay fue nombrado Guardián del mismo. En Bourges tomó parte en el Sínodo de obispos, que se celebró en aquella ciudad el 30 de Noviembre de 1225. En Brive fundó el convento eremitorio donde hoy se pueden visitar las grutas de San Antonio.
El milagro del
Se dice que viviendo en el convento de Montpellier, un novicio huyó del convento y se llevó un valioso salterio que utilizaba San Antonio; el santo oró para que fuese recuperado su libro y, en su huída, el novicio fugitivo se encontró con el diablo que, cuando pasaba por el puente del río, le amenazó: “Vuélvete a tu Orden y devuelve al siervo de Dios, fray Antonio, el Salterio, si no te arrojaré al río, donde te ahogarás con tu pecado”. El novicio, arrepentido, devolvió el Salterio y confesó humildemente su culpa a San Antonio.
La situación en Francia
En aquellos años, fallecido su padre, había ascendido al trono de Francia Luis IX (San Luis), que en su minoría de edad contó con el apoyo de su madre Blanca de Castilla (Hija de Alfonso VIII y Leonor de Aquitania), para regir los destinos del pueblo francés y mantener la unión de la Corona con la nobleza.
Una de las situaciones que los reyes de Francia tuvieron que afrontar fue la implantación de la herejía albigense en sur de su territorio, precisamente en la región a la que el Papa envió a dominicos y franciscanos, entre estos últimos San Antonio, para predicar y recuperar esas gentes y pueblos para la Iglesia.
Regeneración de las costumbres
La predicación de San Antonio y de sus compañeros, no se limitaba a combatir la herejía, que había alcanzado a una amplia parte de la población del sur francés, sino que predicaban la regeneración de las costumbres.
San Antonio fue invitado y tuvo una importante intervención en el sínodo que en Noviembre 1225 se reunió en Bourges (Francia), se reunió para revisar la vida eclesial y el camino recorrido en la evangelización de una sociedad dominada por la herejía albigense.
San Antonio se dirigió a la asamblea, procurando proclamar la “buena noticia”, la verdad revestida de caridad, pero sugiriendo un cambio de actitudes y de vida a los padres sinodales, comenzando por Simón de Sully, obispo de Bourges. “La vida del prelado debe resplandecer por su pureza; debe ser pacífico con los súbditos...; modesta, de costumbres irreprochables, llena de generosidad con los más necesitados. En verdad, los bienes de que dispone, fuera de lo estrictamente necesario, pertenecen a los pobres. Si no los distribuye con generosidad, es un ladrón y como tal será juzgado. Debe gobernar sin doblez, con imparcialidad, y, sobre todo, debe saber cargar sobre sí mismo lo que deberían soportar y sufrir los demás...”.
Simón de Sully reconoció sus errores y prometió iniciar la reforma por sí mismo. Mudó su postura para con los franciscanos. Hizo de ellos, junto con los dominicos, sus colaboradores preferidos en la difícil tarea de la evangelización del pueblo.
El milagro de la mula adorando al Santísimo Sacramento
En Bourges se encuentra la Iglesia de Saint Pierre le Guillard, que fue construida en el entorno donde se venera el lugar donde San Antonio de Padua hizo el famoso milagro con la mula de un judío llamado Guillard; éste había tenido a la mula sin comer durante tres días para conseguir que comiera la paja, pero se arrodillo ante el Santísimo Sacramento.
(Preparado por el Consejo de Redacción de EL PAN DE LOS POBRES)
[1] Los albigenses fueron una secta herética de los siglos XI y XIII, que se extendió desde la ciudad de Albi (Occitania) de la que toma su nombre, por toda Europa. También se les conocía con el nombre de cátaros, del griego kataros (puro). propugnaba la necesidad de llevar una vida ascética y la renuncia al mundo para alcanzar la perfección; sólo admitían la naturaleza divina en Jesucristo y rechazaban la eucaristía y la veneración de la cruz.