Ganaba Carlos Alcaraz el torneo de Wimbledon hace unas semanas y, como viene siendo costumbre, ya le estaban lanzando críticas poco después de cerrar el partido de la final contra Djokovic. Algunos se empeñaban en compararlo con Nadal, alegando que su fortaleza mental era de no sé qué forma; otros se mofaban de su nivel inglés, que sin
duda es mejorable; y otros, por mencionar sólo algunos ejemplos, aludían a su saque todavía imperfecto.
La envidia es el deporte español por excelencia, como reza el dicho. Y pienso que tiene mucho de razón: ¡nos cuesta demasiado reconocer las virtudes del prójimo! O lo que es peor: nos cuesta ser igual de críticos con nosotros mismos. Somos especialistas en ver lo malo en las personas; pero cuando se trata de identificar y aclamar lo positivo, ya cuesta más.
San Agustín lo dejó escrito con una rotundidad pasmosa, porque catalogaba a la envidia como el pecado más diabólico de todos: “es la fiera que arruina la confianza, disipa la concordia, destruye la justicia y engorda toda especie de males”. Veía en ese pecado capital la fuente de un sinfín de problemas, siendo quizá la supremacía del yo el principal del todos ellos. Porque envidiar lo que a los otros les ocurre significa, en el fondo, conceder más relevancia al criterio personal. Es decir que lo que a Pedro,a Cristina o a Nicolás les favorece no puede ser bueno si no me favorece a mí también… o sea, se anula el mérito o la alegría a fin de priorizar el bien propio.
La suspicacia, esa actitud tendente a sospechar lo malo de las acciones y de los individuos, tampoco es realmente cristiana.
Porque está claro que todos somos pecadores y que sentimos una inclinación innegable al mal, pero vale la pena apostar por la rectitud de intención, evitando la crítica malsana
En fin, animo al lector a alegrarse por el bien de los demás. ¿Que gana las elecciones el
candidato presidencial que menos me atraía, o el que más rechazo me generaba? Alegrémonos.
¿Que gana el partido de fútbol mi más claro contrincante? Alegrémonos. ¿Que a mi compañero de trabajo le ascienden y a mí no? Alegrémonos.
¿Que, en medio de un tráfico insoportable, al del coche de enfrente el policía le permite el paso y al resto no? Alegrémonos.
Cuando nos ponemos en perspectiva y aprendemos a trivializar nuestras preocupaciones, caprichos y egos, la sencillez se impone. Valoramos sin tantos remilgos
lo bueno que hacen los demás y lo que les sucede a los demás, porque tan digno y merecedor de felicidad es el vecino como nosotros mismos.