En un país cuya población apenas ha crecido en los últimos años, da que pensar que las tasas de suicidio sigan aumentando. Y no es un problema solo de salud mental, sino de salud pública general.
Nos afecta a todos como sociedad, porque son el resultado de muchas omisiones. Tiene difícil solución, entre otras cosas porque no existe receta mágica. Cuesta creer que exista una única causa que lleve a alguien a quitarse la vida. Es probable, más bien, que confluyan diversas circunstancias que desencadenan la decisión fatal.
Una forma de contrarrestar la depresión, los trastornos mentales, la soledad extrema, laviolencia o el estrés emocional es, pienso, mediante el apoyo familiar. Con sus fortalezas y debilidades, los padres, los hermanos y tíos, los abuelos… todos ellos, a su manera, pueden tejer una útil red de soporte e incluso salvación para quienes están al borde del precipicio, conscientemente o no.
Otra reflexión que me hago es que pocos de quienes optaron por suicidarse deseaban, como tal, la muerte. Es muy probable que sólo buscaran interrumpir un sufrimiento insoportable, una desesperanza agónica, un acoso escolar muy opresivo o espoleado por las redes sociales.
De nuevo, aquí sí existe una forma de combatir la desidia y el bajón anímico: mediante la educación. Me refiero a la educación cultural y en valores. Porque, de alguna manera, cuando los seres humanos comprendemos el origen y el sentido de todo aquello que nos incomoda, afrontamos mejor la adversidad y prevenimos que la tristeza se expanda más de la cuenta. Resulta crucial identificar cuáles son los factores de riesgo y aprender a manejarlos de la forma más satisfactoria posible.
Para los cristianos, el mensaje de Jesús en la Cruz resulta claro y enormemente aleccionador, aunque por momentos lo olvidemos. No en vano, Él sudó sangre pocas horas antes de afrontar la flagelación, consciente del dolor y sufrimiento que le tocaría cargar sobre sus espaldas. Al recordar eso, al creer en eso, el bien supera al mal por elevación.