–Hijo mío, he prestado diez talentos de plata a Gabelo, que vive en Ragés, ciudad de la Media. Aquí tienes el recibo firmado de su mano, preséntaselo y luego te devolverá el dinero. Pero como tú no sabes el camino, ve a buscar algún fiel amigo que te sirva de guía.
El hijo, obediente, luego que salió de su casa, se halló con un joven que estaba pronto para emprender viaje. No sabiendo que se trataba de un ángel del Señor, le dijo con mucha afabilidad:
–¿Quién eres, buen joven?
¿Sabes el camino que va a la región de los medos?
–Yo soy israelita –contestó– sé el camino del que hablas y he estado en casa de Gabelo que vive en Ragés.
El hijo, con consentimiento de su padre, partió con el ángel Rafael que, en forma humana, sin darse a conocer, se ofreció a acompañarle. Al llegar a las márgenes del Tigris, un monstruoso pez se abalanzó sobre el joven Tobías para devorarle; pero el ángel le dijo que nada temiese, sino que lo cogiera lo desentrañara y sacara el hígado para preparar un remedio a su padre. Un viaje empezado bajo tan buenos auspicios no podía tener sino un feliz y dichoso remate. En efecto, no sólo consiguió el ángel que Tobías recibiera el dinero que había ido a cobrar, sino que también le hizo contraer matrimonio con una doncella muy rica y virtuosa, llamada Sara, hija única de Raquel.
Vuelta del hijo: curación y santa muerte del padre
Tobías y su mujer esperaban con ansiedad la vuelta de su hijo, y empezaban a apesadumbrarse por su tardanza. Muchas veces la madre, desde la cumbre de una montaña, miraba a lo lejos, para ver si le veía venir; pero en vano. Por fin, cierto día, le vio en la lontananza y corrió presurosa a dar la noticia a su esposo. El anciano Tobías, aunque ciego, quiso ir al encuentro de su querido hijo, y apenas llegó le abrazó tiernamente como también su madre. Eran estas las primeras pruebas de los consuelos que Dios quería hacer gustar al anciano Tobías. Ungió en seguida, el hijo, con la hiel del pez, los ojos de su padre, que al instante los abrió nuevamente a la luz del día; y vio, no sólo el amable rostro de su hijo, sino también las singulares dotes de su esposa y las cuantiosas riquezas que consigo traía. A penas cundió la noticia de la vuelta del hijo de Tobías y cómo su anciano padre había recuperado la vista, se reunieron todos sus parientes para dar gracias a Dios y festejar la vuelta. En presencia de estos enumeró el hijo los señalados beneficios que recibiera de su compañero de viaje, el cual aun era tenido por un hombre. Y como quisieran de alguna manera recompensarle, le rogaron que se dignara a aceptar la mitad de los bienes que había traído consigo el hijo. Entonces el ángel se dio a conocer, y vuelto al padre le dijo:
–Es ya tiempo de que manifieste la verdad. Cuando tú dabas sepultura a los muertos y te ocupabas
en hacer obras piadosas y fervorosa oración, yo lo ofrecía todo al Señor. Y porque te amaba, quiso que la ceguera aumentase tus merecimientos; en seguida me envió a mí, para que te curara y consiguieras todos tus bienes. Yo soy el ángel Rafael, uno de los siete espíritus que estamos de continuo en la presencia de Dios. Bendecid, pues al Señor y contad a todos sus maravillas.
Dicho esto, desapareció; y ellos permanecieron tres horas postrados en tierra bendiciendo al Señor. Tobías vivió aún cuarenta y dos años; al conocer que se acercaba la hora de su muerte, llamó a su hijo y, después de haberle encomendado que permaneciese fiel al servicio de Dios, murió dulcemente en la paz del Señor, a los ciento y dos años de su edad.
Su hijo alcanzó los noventa y nueve años. Así él, sus hijos como sus nietos imitaron las virtudes del padre; por esto siempre fueron amados de los hombres y bendecidos por Dios.