Es invierno. La nieve cae con suavidad en aquella pequeña localidad del sur de Italia, cubriendo con su manto de inocencia las casas y la vegetación. En las calles, algunos niños hacen guerras de bolas de nieve, mientras los adultos los vigilan discretamente…
Cerca de allí, en el convento, los días de los frailes van pasando como de costumbre: suena la campana, se realizan las comidas en conjunto, se aprovecha el tiempo para la meditación, el trabajo y la oración, y también se lee bastante. Todo ello en una atmósfera sobrenatural, llena de fe y de piedad.
Tal estado de espíritu, no obstante, tuvo sus períodos de altos y bajos, según cuentan los religiosos. Al principio de la fundación ingresó en el monasterio un joven llamado Luigi, que andaba algo relajado en su vida interior. Cierto día, recibió la función de portero, lo que le impedía participar en casi todos los actos comunitarios.
Cada vez más distante de los santos pensamientos a los que invita la vida en comunidad, no encontró nada mejor para entretenerse que leer un libro de Historia centrado en tramas políticas y asuntos frívolos, que en absoluto le ayudaban a elevar las vistas hacia el Cielo.
Tras unas horas leyendo un interminable relato de hazañas realizadas por reyes con miras a aumentar sus dominios, exasperadas rivalidades entre nobles con el objetivo de satisfacer únicamente su egoísmo e intrincadas alianzas entre gobernantes sedientos de poder, el hermano portero fue interrumpido por lentos y fuertes golpes de la aldaba: alguien había llegado. Por la solemnidad de los toques, seguro que se trataba de una persona bien educada…
Un ilustre visitante
Curioso por descubrir quién sería el ilustre visitante, fue deprisa a recibirlo:
-Sí, señor, ¿qué desea usted?
Era un personaje poco común, vestido con ropas gruesas, oscuras, pero elegantes, parecidas a las que se usaban hacía siglos… Con el semblante serio, reveló en pocas palabras y en un italiano perfecto el motivo de su visita.
-Vengo a rogarles encarecidamente que recen por mí.
-Ah… ¡por supuesto! ¿Tendía la bondad de escribir su nombre aquí? -dijo con solícita actitud el hermano Luigi-. Pediré que se lo entreguen a un sacerdote para que mañana bien temprano incluya sus intenciones en la Santa Misa.
El hombre se inclinó con distinción sobre un mueble cercano y escribió: Gilles Gilbert de Peyraud. Sin duda, no era italiano. Y su modo de comportarse se asemejaba a antiguos tiempos…
El religioso trató de no exteriorizar su sorpresa y enseguida encaminó la petición a uno de los sacerdotes de la comunidad. Una vez hecho esto, se despidió del insólito visitante y volvió a su lectura con la imagen del aristócrata rondándole la cabeza.
De repente, algo le hace perder el color… Estupefacto, ¡no podía creer lo que acababa de leer! Se levantó, dejó el libro abierto sobre la mesa y se arrodilló ante un crucifijo. ¿Qué le había causado tanto asombro? ¿Qué es lo que podía haber tan impresionante en un simple libro de Historia?
En ese momento pasaba por allí un fraile, que al notar la pálida fisonomía de su compañero corrió a su encuentro y le preguntó qué le pasaba. El hermano Luigi le señaló con un gesto el fragmento del libro que estaba leyendo: “En medio de aquella crítica situación, el rey no tuvo más remedio que lamentar la pérdida de una de las figuras más destacadas de su corte: el señor Gilles Gilbert de Peyraud, que murió inesperadamente durante la guerra...”.
Sin entender de qué se espantaba su compañero, le oyó atentamente y ambos, impresionados, decidieron contárselo al superior. De camino iban hablando:
-Dios mío, Dios mío… -exclamaba el hermano portero-. Fue un noble y ahora es un alma del Purgatorio. Se me apareció para pedirnos oraciones…
-Por eso usaba esas ropas tan diferentes. Y su nombre está en otro idioma. Además, no es para menos: ¡murió hace más de un siglo!
Rezad por esa pobre Alma
Finalmente encontraron al padre superior ante el Santísimo Sacramento. Tras escuchar con atención lo sucedido, convocó a todos los sacerdotes y religiosos de la comunidad y les pidió que rezaran por esa pobre alma durante todo el período de adviento.
Los días iban pasando y el hermano Luigi parecía otra persona: rezaba con fervor, se dedicaba a la meditación y siempre ofrecía las Misas a las que asistía por los fieles difuntos, seguro de que el velo que separa nuestra vida terrena del mundo sobrenatural es solamente una barrera de los sentidos. Sin embargo, le perturbaba una duda: ¿habría subido al Cielo ese misterioso hombre o todavía era necesario seguir rezando por él?
Transcurrido el Adviento y los júbilos de la Navidad, la vida comunitaria volvió a su bendecida rutina. Completamente cambiado, el joven portero se dedicaba ahora, en los intervalos del trabajo, a leer escritos sobre la bienaventuranza eterna y la convivencia entre los ángeles y los santos. El día siguiente a la Solemnidad del Bautismo del Señor, cuando más ensimismado estaba con su lectura, le vino de nuevo a la mente la figura del ilustre anciano…
Deseoso de encargar que celebraran más Misas en sufragio por su alma, si fuera necesario, decidió pedir una señal que revelara con claridad dónde se encontraba. Apenas había terminado de formular su petición, cuando oye la aldaba sonando de forma enérgica y solemne… Un escalofrío interno sacudió al religioso. ¿Será una segunda visita desde la eternidad?
Un amigo en el Cielo
Fue apresuradamente para ver quién era. Al abrir la puerta, no había nadie… No obstante, un suavísimo perfume celestial se propagó por todo el ambiente, inundándolo de una sosegada alegría, de una paz indescriptible. Entonces concluyó, lleno de gozo, que eso era la prueba de que su nuevo amigo ya estaba en el Cielo. Las oraciones de todo lo habían liberado. Salió enseguida corriendo para difundir la noticia por el convento entero.
Al caer la tarde, todos se reunieron en la iglesia para agradecer lo ocurrido. El singular episodio sirvió para enfervorizar el ánimo de ciertos monjes que, como el hermano Luigi, andaban un poco abatidos. Ahora, en vez de rezar por Gilles, le rezaban a él. Dado que ya disfrutaba de la convivencia con Dios, con la Santísima Virgen y con todos los santos, podía obtenerles numerosas gracias.
A partir de aquel momento, el que antes era un extraño visitante se convirtió en un fiel intercesor de la comunidad, que siempre lo invocaba para pedirle diversos auxilios y favores.