Mientras escribo estas líneas estamos atravesando una crisis mayúscula. Y no sólo en España, sino en el mundo entero. Hablo del coronavirus, esa pandemia que empezó en China hace unos meses, ninguneada por la mayoría de países, como casi todas las epidemias, y que con el paso de las semanas se ha convertido en una funesta pesadilla, en una tragedia de proporciones gigantescas.

Se han escrito ríos de tinta, en los últimos meses, sobre la posibilidad de que la Igleisa católica “accediera” a que los sacerdotes se casaran.

Que la Iglesia católica es universal lo sabemos casi desde que nos bautizaron. O desde antes, incluso.

Una de las mejores formas de tomarle el pulso a la sociedad es fijándose en las canciones que ésta escucha. 

Se ha desatado recientemente -casi al mismo tiempo- un buen cúmulo de altercados, manifestaciones y crisis sociales y políticas en lugares tan dispares como Chile, Bolivia, Cataluña, Hong Kong o Ecuador, lo cual nos hace preguntarnos por qué. ¿Existe quizá un común denominador en todos ellos?

Hay un sentimiento común a todos nosotros que, en mayor o menor medida, experimentamos constantemente en nuestro día a día. 

Pocos días después de culminar la anterior colaboración (“Ensimismados”) en esta revista, me topé con un reportaje publicado en un prestigioso periódico español y escrito por un psicólogo de renombre en el que se hablaba de un fenómeno clínico bastante novedoso utilizado para identificar el miedo irracional que produce quedarse sin un dispositivo móvil: la nomofobia.