Naamán, general del ejército del rey de Siria, había enfermado de lepra, enfermedad repugnante y contagiosa. Se puso en viaje hacia Samaria, llevando consigo mucho oro y plata, para regalárselo al Profeta. Eliseo le envió entonces a uno de sus criados para que le dijera:
–Ve y lávate siete veces en el Jordán y quedarás sano.
El orgulloso Naamán, poco satisfecho de tan sencilla acogida, contestó:
–¿Para qué me he de lavar en el Jordán? ¿No valen tanto nuestros ríos de Siria como las aguas de Israel?
Dicho esto, quería marcharse; pero sus criados le aconsejaron que obedeciese. Se lavó, pues, siete veces en el Jordán y la lepra desapareció. Maravillado de su curación, volvió a la casa del hombre de Dios, para ofrecerle preciosos dones, oro, plata y riquísimas vestiduras. Pero Eliseo le dijo:
–En el nombre del Señor que no he de aceptar cosa alguna; vete en paz.
Castigo de la mentira
Guiezi, siervo de Eliseo, ávido de dinero, dejó que se alejase Naamán; después se apresuró a alcanzarle, y le dijo:
–Mi señor me manda para pedirte un talento y dos mudas de vestidos para dos jóvenes que acaban de llegar. Naamán le dio más de lo que pedía. Al regresar a casa, Eliseo le preguntó:
–¿De dónde vienes Guiezi?
–No he ido a parte alguna–, respondió.
–Pues bien –dijo Eliseo– pronto recibirás la recompensa que se merecen tu mentira y avaricia.
En aquel instante quedó cubierto de lepra y fue expulsado para siempre del servicio del profeta.
La mentira nos deshonra delante de Dios y de los hombres.
Los soldados de Benadad
Benadad, rey de Siria, que había vuelto a levantarse en armas contra Zoram, rey de Israel, meditaba una celada. Avisado Zoram por el profeta, envió al lugar gente para que le hostilizara. Indignado por esto Benadad, envió sobre la marcha un gran número de soldados a arrestar al santo profeta. Éste rogó a Dios que le defendiera, y Dios cegó a todos los soldados. Salió entonces Eliseo a su encuentro y los guió a la ciudad de Samaria. Al llegar allí, rogó a Dios que les abriese los ojos. Es imposible expresar cuál fue la admiración y el espanto que les sobrecogió al conocer que se hallaban en medio de los enemigos.
Pero Eliseo prohibió que se les hiciera daño alguno; mandó darles alimento y bebida, y los dejó volver a su campamento.
Sitio y liberación de Samaria
Benadad no quiso reconocer el poder divino en lo que había ocurrido a sus soldados, y obstinado, fue a poner sitio a la ciudad de Samaria. En corto tiempo, los habitantes se vieron reducidos a tales extremos, que la cabeza de un pollino llegó a valer ochenta monedas de plata, cerca de cuarenta duros, y dos madres llegaron a echar a suertes para dar muerte y comerse, uno tras otro, a sus propios hijos para acallar el hambre. En esta terrible calamidad, Eliseo predijo una tarde que al día siguiente habría abundancia de víveres.
–Eso no podría verificarse –dijo un capitán del rey– aunque Dios hiciera llover trigo del cielo.
Eliseo le contestó que él lo vería con sus propios ojos, pero que no lo podría degustar. A la mañana siguiente se encontraba el campo enemigo cubierto de víveres y de riquezas y sin un solo soldado. Durante la noche hizo Dios oír un gran estrépito de armas, que asustó y ahuyentó al enemigo. El pueblo corrió presuroso en busca de alimentos para satisfacer el hambre. Cada uno pudo hacerse con lo que deseaba; solamente el capitán incrédulo no los pudo degustar, porque fue ahogado por la multitud que se apresuraba a salir, mientras se hallaba de guardia en las puertas de la ciudad.