Los tres santos fueron hermanos, hijos de san Marcelo. Igual que su padre, no temieron dar la cara por Cristo ante los jueces. También al igual que él fueron degollados por proclamar el Evangelio
El 29 de octubre la Iglesia celebra la memoria de san Marcelo, de quien dijimos que estuvo casado con Nona y tuvo doce hijos. Recordábamos la historia de Marcelo asegurando que «a san Marcelo no se le recuerda por ser un solícito padre de familia sino por su lealtad a Cristo». Ciertamente ha tenido más peso para la historia su degradación militar en lealtad a Cristo que las tareas que realizó como padre. A pesar de lo cual, y teniendo en cuenta a los santos que se celebran hoy, se entiende que san Marcelo no solo se preocupó por su lealtad a Cristo, sino que también enseñó a sus hijos a seguir de cerca a Dios: porque el 30 de octubre, se celebra a san Claudio, san Lupercio y san Victorico, hijos de san Marcelo. De ellos se sabe que también fueron juzgados, en esta ocasión por Diogeniano. Algunos apuntan que Diogeniano fue sucesor de Fortunato, que fue quien envió a san Marcelo, padre de los tres mártires, para que fuera juzgado y condenado a muerte por proclamarse cristiano.
Diogeniano mandó llamar a los tres hermanos por profesar la fe de Cristo y difundirla entre sus contemporáneos. El juez les preguntó cómo osaban resistirse al Imperio Romano cuando sus fieles son multitud. Los tres hermanos santos respondieron: «como tú no tienes noticia de otra mayor multitud de ángeles que contradicen la infidelidad e idolatría de los romanos, te parece que solos nosotros tres somos los que contradecimos».
Claudio, Lupercio y Victorico aseguraron también tener puesta su confianza en «Jesucristo, Nuestro Señor». Diogeniano no entendía ni una de las palabras que salían de la boca de los santos y se burlaba de ellos diciendo: «Paréceme que la victoria de vosotros los cristianos estriba y se funda en sufrir tormentos. Mas aunque éste es muy ruin triunfo, lo llevaréis de mí para que no sirváis de ejemplo a otros con vuestras falsedades».
A pesar del alegato de Diogeniano asegurando que no les haría sufrir tormentos para que no fueran ejemplo de otros, no pudo aguantar más sus palabras y terminó condenándolos a morir decapitados, como su padre. La sentencia se cumplió al momento. Sus cuerpos permanecen para siempre en el monasterio de San Claudio de León, sus almas gozan ya en el Cielo, también para siempre, de la presencia real de Dios.