Leí hace poco unas estadísticas estremecedoras: sólo en España más de 4.000 personas se quitaron la vida en 2021. Es más, 22 de ellas tenían menos de 15 años, el doble que el año anterior. Otro dato alarmante: de todos ellos, 2.982 eran varones (o sea, cerca del 75%) y 1.021 mujeres.

El pasado noviembre, instantes después de ganar el partido inaugural del Mundial de fútbol ante Qatar, la selección completa de Ecuador se arrodilló en el suelo y todos los jugadores lanzaron una mirada de agradecimiento a Dios por su victoria.

Cuando entendemos y asumimos que fuimos concebidos bajo el paraguas divino, que Dios mismo nos ama desde el mismísimo momento en que nos constituimos como personas, todo adquiere un nuevo cariz.

La parábola del hijo pródigo es quizá la más conocida de todas las que narró nuestro Señor Jesucristo y que recoge la Biblia. Es una historia muy cercana, diría que incluso familiar, porque todos nos sentimos identificados con sus protagonistas

Nuestra sobreexposición a la información está fuera de toda duda. Todos experimentamos en el día a día el bombardeo mediático y de las redes sociales, y nadie se atreve ya a cuestionar si realmente nos afecta o no.

En la discusión del aborto confluyen opiniones muy diversas. No aspiro a ofrecer ahora el argumento definitivo que resuelva las discrepancias de una vez por todas, pero sí deseo exponer un par de las ideas que considero fundamentales para salir del atolladero en el que muchas personas, cristianas o no, parecen atrapadas.

Hay un sinnúmero de historias ejemplares en la Iglesia que muestran el enorme respeto y agradecimiento que debería merecernos la Santa Eucaristía y sin embargo... a veces nos mostramos indiferentes.